En medio de una meditación
aparece el secreto
siento que cuando exhalo
el recuerdo se hunde en el pecho
mi cuerpo es una figura de Picasso
con un alambre de púa
que aprieta la cabeza
Casa de la costa. Techos altos de madera. Cargada de mobiliario y adornos llenos de tierra colgados en las paredes. Es una mañana de verano, nos preparamos para ir a la playa como todos los días. Jorge, mi abuelo, y Susana ya están allá esperándonos en sus carpas privadas. Mientras xadres dan vueltas por la casa guardando las últimas cosas, con mi hermano, ya listos, decidimos esperar en el hall interno de la casa, sentados impacientes en un escalón de madera. Enfrente nuestro, al lado de la puerta, en un paragüero, se mezclan paraguas y escopetas de aire comprimido. Mi hermano agarra una y me apunta. Le pido que deje de hacerlo porque me incomoda. Lo veo compenetrado detrás de la mirilla. Un niño de 9 años, pareciera que sabe perfectamente cómo hacerlo. Corro la mirada. Él está dentro del juego, repite palabras que de los nervios no entiendo.
Dispara.
Cada vez que intento registrar la herida mi hermano se mueve como un payaso para distraerme. Quiere hacerme reír para que no llore. No lloro. Nos escondemos en la vereda. Sus ojos delatan la gravedad.
Mis pies se queman con la arena, incluso si piso el camino de maderas.
En fila india, primero papá, le sigue Santi, después mamá.
Yo voy última y distanciada
porque estoy enojada con todos.
Me tambaleo, algo mareada, todavía no recuperé la fuerza.
Encuentro una reposera que mira hacia al mar y me acuesto.
De almohada mi bolso de barbie, mi escudo.
El mar se ve lejos y borroso.
Quiero seguir mirando
pero los párpados me aplastan.